Pasó a buscar a su amiga Mari, quien ya la esperaba en la vereda y sin mediar palabras, excitadas por la travesura que tenían en mente desde hacía varios días, pedalearon a toda velocidad hacia el destino marcado: la casa de Doña Juana, la vecina más rezongona del barrio.
Agazapadas como dos gatas, traspasaron la cerca del jardín y alcanzaron el arbusto cargado de frutos maduros. Cuidando de no ser descubiertas, comieron hasta saciarse. Volvieron a sus respectivos hogares felices por haber cumplido su misión exitosamente.
Al llegar Rulinda, su madre la esperaba en el portón pronta para ponerla en penitencia.
No fue necesario preguntarle dónde estuvo. Los dedos y boca violetas daban la respuesta.
tiñen mis dedos
de violeta profundo,
moras silvestres.

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